«El trabajo comienza el día que te lo dan». Así de tajante se muestra Pilar Martín, madre adoptiva de un hijo y dos hijas. Una afirmación que podría parecer obvia si no fuera porque al hablar de adopciones parece que el mayor escollo a superar es un proceso que puede alargarse hasta siete años. «Hay casos más cortos, lo que es muy extraño, y casos más largos, que es menos extraño», reconoce el presidente de la Coordinadora de Asociaciones en Defensa de la Adopción y el Acogimiento (CORA), Benedicto García. Después, «todo parece maravilloso, que va a ir súper bien y que no hay ningún problema, porque nadie te lo cuenta», reconoce Águeda Fernández, otra madre. «Yo había leído mucho sobre el tema, pero no tiene nada que ver», añade Ana Muñoz, que tiene tres hijos adoptados.
Estas tres madres han querido dar su testimonio para visibilizar la realidad de las familias adoptivas porque «muchas veces nos sentimos muy incomprendidas», lamenta Pilar. «La mayoría de las adopciones funcionan bien», reconoce García. En España, entre 1996 y 2016 se adoptaron 72.000 menores, según el Observatorio de la Infancia. «Es cierto que todos los menores adoptados han sido abandonados. En algunos casos no supone nada y en muchos casos supone algo que se puede gestionar de diferentes formas», continúa.
Por eso, todas las familias consultadas coinciden en señalar la importancia de estar en contacto con asociaciones o padres con hijos adoptivos mayores. «Les cuento cosas que me parecen el fin del mundo y ellos me dicen que aún queda mucho por pasar. Ver que no eres la única te tranquiliza», explica Águeda.
Establecer el vínculo: «¿Cuándo vas a abrazarme?»
El encuentro con el menor es uno de los momentos más deseados, pero llegas «muerto de miedo», reconoce Águeda, que era madre primeriza. Ella adoptó a su hijo en Etiopía cuando tenía tan solo 11 meses. «Al principio es un niño, no es tu hijo», explica, «y no sabes la respuesta que va a tener». «Es tu hijo legalmente, porque firmas un papel, pero tienes que construirlo. No puedes querer a alguien sin conocerlo», indica Ana, que adoptó a su primer hijo en Brasil hace 14 años, cuando tenía seis. Lo hizo sola, aunque ahora ha formado una familia homoparental en la que ella y su pareja han adoptado a dos niños más. «Llevamos mucho tiempo esperando, lo tenemos muy idealizado y, a veces, somos mayores y estamos acostumbrados a vivir sin niños», indica antes de apuntar que los padres deben adaptarse a una nueva situación «con un desconocido en casa, que no se porta siempre perfecto o que incluso te dice que no eres su madre», aunque lo haga para que «le reafirmes» el vínculo.
Para Pilar, cada caso fue diferente. «Con el primero (tenía entonces cuatro años; ahora 21) fue un enamoramiento rápido, aunque a la semana de estar con él yo no me atrevía ni a abrazarle, porque no dejaba de ser un extraño. Un día me preguntó: ¿cuándo vas a abrazarme? A partir de ahí se rompió esa barrera», recuerda. «Con la segunda tardé en vincularme muy poco y al padre le costó un poco más; y con la tercera pasamos cerca de dos años, más que en aceptarla, en que ella aceptara a sus hermanos. Quizás con ella no ha habido un apego tan seguro y hemos ido teniendo que reforzar el vínculo». Con ella las cosas no han sido fáciles: «Tenía siete años y cuando llegamos a Colombia para traerla, venía llorando y durante la primera semana allí nos decía que no quería venir a España», explica Pilar.
Para la psicóloga y directora de Adoptantis, Lila Parrondo, la construcción del vínculo tiene «muchas dificultades posibles». Estas tienen que ver con las circunstancias de los niños y, también, de cómo las han acomodado a su vida. También, las experiencias de los padres. «Estas nos van a acompañar toda la vida, no son una mochila que te puedas quitar. Aún hablando de mochila, si los niños la traen, la de los padres es aún mayor, porque han vivido más. Si una pareja unió sus dos mochilas cuando se conoció, según van añadiendo miembros, biológicos o no, tienen que reubicarlo todo de nuevo e ir cambiándola cada vez. Hay familias que creen que, como los niños son pequeños, todo se pasará muy rápido con amor».
«Nos ven como padres consentidores»
«Una profesora me dijo que mi segunda hija era una niña consentida, como todos los adoptados. Nos ven como padres consentidores, porque les tenemos lástima. Por supuesto que me dan pena las situaciones por las que han pasado y querría habérselas ahorrado, pero nunca he basado mi relación con ellos en la pena», relata Pilar. «Me siento juzgada como madre todo el tiempo», dice Ana, por «ser dos madres y que esos chicos no tengan padre» o «si el niño no va bien, el colegio culpabiliza a las familias», enumera. Águeda también sabe que «me critican porque no regaño a mi hijo las cien veces que le tengo que regañar, pero si ya le regaño 99, no es vida ni para él ni para nosotros». En su caso, el pequeño, de 10 años, tiene un trastorno de apego.
«El trastorno de apego tiene que ver con cómo se empiezan a construir las relaciones afectivas desde que un bebé nace hasta los tres años. Normalmente hay una persona incondicional que te ayuda a cubrir tus necesidades (desde las básicas, como alimento, cuidados, etc., hasta las afectivas) y, a partir de esa relación, puedes ir explorando el mundo, alejarte y hacer amigos, relacionarte con el profesor en el cole… Cuando a un niño lo abandonan, a futuro va a esperar que le pase lo mismo», explica la psicóloga. Por eso, «en mayor o menor grado, es habitual. En niños cuyas circunstancias sean más difíciles, pueden dejar pequeñas heridas que van marcando su vida: temor a que tu pareja te deje, a que te abandonen, a que tu jefe te despida…», indica Parrondo.
Llegan a la escuela: «Es nuestra enemiga»
«Cuando los niños llegan, las familias los mandan al mejor colegio. Pero si viene de otro país con siete años, no conoce el idioma, es otra cultura, otra familia, etc., a lo mejor ese no es el mejor centro. Cuando no cumplen las expectativas tienen problemas de conducta, se vuelven más rebeldes o contestones… Y encima el colegio transmite el mensaje de que es un vago, cuando él no ha empezado la carrera en las mismas condiciones que el resto», explica Parrondo. «Creemos que, en lugar de una educación basada en la meritocracia, es mejor una educación emocional, basada en otros valores, en la sociabilidad, en ver las habilidades que tiene cada uno», explica el presidente de CORA.
Para Ana «la escuela es nuestra enemiga» y la solución, «buscar colegios más flexibles». En su caso, «para secundaria nos fuimos de España, porque aquí nunca habría aprobado la ESO». «No era ni más listo ni mas tonto que otro, pero aquí le hubieran llamado inútil desde el primer día», sentencia. Águeda cuenta su experiencia: «A la semana una profesora nos llamó para decirnos que no se hacía con el niño. Me sorprendió, porque yo era madre primeriza y piensas que lo estás haciendo todo mal, pero que una profesora que lleva toda la vida con niños nos dijera eso hizo saltar las alarmas». Fue entonces cuando comenzaron las visitas a los psicólogos para descartar un trastorno de déficit de atención e identificaron los problemas de apego. Mientras, «hubo que cambiar al niño de colegio, porque es negro y tuvimos problemas de racismo muy graves», explica.
Entonces optaron por un centro al que acuden alumnos «con muchos problemas, que no hablan español, que no ven a sus padres… y donde los profesores están muy preparados para hacer frente a todos los problemas y los afrontan con ganas», indica Águeda. «Yo siempre he dicho que no quiero que mi hijo tenga trato de favor, pero sí que comprendan la problemática que él tiene y, si se estresa y no puede hacer un examen, que tengan herramientas para que pueda demostrar lo que sabe de otra forma», explica. Ahora lo hacen así y «la consecuencia es que el niño ha sacado buenas notas, aprende, le ayudan a controlarse un poco, tiene libertad para salir de clase si está nervioso… Los profesores van haciendo sus cosas, aunque es verdad que echamos en falta recursos».
Al hijo mayor de Pilar la Guardia Civil le pidió el DNI cuando solo tenía 13 años. «Eso para un crío es difícil de aceptar y nosotros no entendíamos por qué pasaba», explica. Si a los problemas de inseguridad se suma el racismo, que se sufren también en la escuela y el instituto, el resultado es demoledor. «Estas cosas le desajustaron mucho, le provocaron mucha agresividad y estar siempre en contra del mundo», explica su madre, aunque «él es un chico muy sociable y, por suerte, no le han faltado amigos, pero si le ha costado más vincularse a ellos».
El psicólogo: «Es uno más de la familia»
Desde CORA, García señala la importancia de contar con profesionales especializados que ayuden tanto a los menores como a los padres: «Necesitamos formación para gestionar nuestras propias expectativas respecto a nuestros hijos, aprender a localizar su potencial y ayudarles donde tengan carencias. Por suerte, contamos con muy buenos profesionales. La mala suerte es que esto es de pago». Depende de cada comunidad autónoma, pero las familias consultadas vienen a señalar que solo se ofrecen un número limitado y reducido de consultas post-adopción.
El caso de Pilar es uno de los más llamativos. «Hemos emprendido este camino y nos dicen que ha sido una decisión personal, como todas las personas que deciden formar una familia, pero estamos afrontando situaciones muy duras. Vengo de hablar con servicios sociales porque mi hija pequeña, que acaba de cumplir los 15 años, se ha vuelto muy disruptiva. Se ha puesto en contacto a través de Internet con su familia biológica y nos culpa de cosas de las que no somos responsables. Esto le ha producido crisis muy grandes y no quiere seguir con nosotros. Puede que sea pasajero, pero el problema está ahí y nosotros estamos más perdidos que un pulpo en un garaje. Hemos tenido que hacer muchas terapias con los tres, y nunca nos han ayudado», relata. «Nosotros somos padres. No somos sociólogos, ni psicólogos».
«La Administración no ayuda nada, cuanto menos contacto tengamos con ellos, mejor. Un psicólogo que no aborda a la persona, al adolescente o a la familia integralmente, sin tener en cuenta que es adoptado, no puede ayudar a manejar problemas de comportamiento», defiende Ana, cuyo hijo mayor «va al psicólogo desde que lo conozco». También acudieron a terapia para solucionar problemas de acoplamiento con la llegada de su segundo hijo. Para Águeda, el psicólogo también «es ya uno más de la familia» y lamenta sentirse «solos y sin ningún tipo de ayuda».
Seguir leyendo en: Eldiario.es 24/10/2018